lunes, 11 de junio de 2012

Peter Brook, la ópera y Salvador Dalí


“Alguien a quien conocía bien, que había sido tenor en su juventud, me dio un consejo esencial que me sostuvo durante mi corta carrera operística. “Adula”, me dijo. “Tú adula continuamente, adula sin rubor; nunca te preguntes si te estás excediendo, porque eso no es posible, tú sigue adulando.” Aprendí muchas otras lecciones importante; no sólo cómo practicar las sutiles técnicas de diplomacia que había observado en Binkie Beaumont, sino también cuándo gritar, cuándo amenazar… en fin, todo el repertorio de papeles que tiene que interpretar un director de ópera.
Durante uno de mis ensayos oí por casualidad a dos famosas sopranos alemanas que cuchicheaban juntas al otro lado de un fragmento de escenografía. “Ésta es nuestra primera temporada en Londres, Así que vamos a hacer lo que pide. Luego ya podremos imponer.” En aquel caso, les gané por la mano, comportándome en el ensayo como un fascista irritado, y por supuesto quedaron muy impresionadas.
Afortunadamente, aquellas lecciones sólo se aplicaban en el histérico mundo de la ópera. Desde entonces, siempre he encontrado que en el resto del teatro ninguna táctica violenta o agresiva tiene ni la más remota posibilidad de producir buen resultado alguno. En las pocas ocasiones en que he perdido los nervios, o me he metido con alguien, o he reducido a un actor al llanto, lo he lamentado profundamente. Una actriz francesa me habló una vez de un director que comía sándwiches haciendo ruido y luego estrujaba la bolsa de papel durante las escenas de ella, sólo para crear un clima de irritación tal que pudiera estallar algo inesperado a partir de los nervios crispados. Puede que ese método le funcionara a él, pero en mi experiencia la tensión y la fricción en el ensayo no ayudan a nadie; sólo la calma, la serenidad y una gran confianza pueden producir el más delicado destello de la creatividad.
En el Covent Garden, lejos de la necesidad y la desesperación, por primera vez me vi interesándome por la formación. Hice experimentos con los principales cantantes, pero pronto vi que no había nada que yo pudiese hacer para mejor sus lamentables esfuerzos por interpretar. Un tenor con el que trabajé había sido policía, y lo único que alcanzaba a hacer era subir y bajar los brazos rígidamente como si estuviera dirigiendo el tráfico. Probé incluso a colgarme de ellos con las dos manos, tan sólo para descubrir que estaban total e inseparablemente fijados en su cerebro al esquema de la partitura. Si la frase musical subía, el brazo rígidamente extendido iba proporcionalmente hacia arriba, y nada podía controlar su movimiento. En aquel caso, acepté la derrota y volví mi atención al coro. Todos los domingos por la mañana dirigía sesiones en el largo y estrecho bar de detrás de la Platea, una hora para los hombre, otra para las mujeres. Los hombres eran en su mayoría mineros de Gales, que formaban grupos malhumorados, como si estuvieran en un mitin del sindicato en la bocamina, respondiendo de mala gana a mis instrucciones de correr, caer al suelo, luego ponerse en pie de un salto, en actitudes que pudieran expresar placer o temor. Las damas, no obstante, eran muy entusiastas; venían con sombreros con velitos, decorados con flores de papel o bamboleantes racimos de cerezas. Escuchaban con ilusión cuando yo explicaba: “Son todas esclavas de un antiguo harén egipcio”, y las cerezas se meneaban con deleite.
La confusión que yo había traído a la Royal Opera House estaba empezando a resultar excesiva para la siempre ansiosa administración. Mi montaje de Salomé fue la gota que colma el vaso. Yo no tuve intención de provocar, pero sí seguí una línea de razonamiento que era exactamente la misma que es hoy: si la imagen del escenario es fea o inadecuada, distrae de la música; si está claramente en sintonía con la música, entonces uno puede escuchar totalmente prendido. Inexplicablemente, a los amante de la ópera no parece distraerles la fealdad, sólo lo que no les es familiar. De un modo todavía más extraño, muchos de los mismos espectadores que son muy sofisticados en su enjuiciamiento visual del ballet permiten que a su sensibilidad se le pongan anteojeras cuando van a la ópera. Yo había visto las escenificaciones convencionales de Salomé en lo que se llamaba un decorado realista con columnatas y un ancho pozo, que reconstruía la antigüedad del mismo modo que lo habían hecho los panoramas de Henry Irving para Shakespeare en el siglo pasado, y estaba absolutamente seguro de que las extrañas imágenes de Wilde caladas en la densamente erótica partitura de Strauss no se podían banalizar de aquel modo, y sentí que la pintura del escenario necesitaba ser tan atrevida e imaginativa e incluso tan complicada como la música. Ningún artista vivo parecía mejor equipado para aquello que Salvador Dalí. Yo había visto algunos de los dibujos de Dalí para el ballet, y claramente tenía la libertad, la decadencia, el sentido obsesivo de lo erótico y la imprevisible fantasía que corresponderían perfectamente a aquella empresa. De hecho, lo que inventó para Salomé fue totalmente pasmoso, pero no llegó al escenario sino en una forma muy diluida. Cuando entregué los dibujos de Dalí, el director de orquesta y el equipo musical, más los departamentos de producción y guardarropía, estaban todos ofendidos por sus visiones iconoclastas, y Dalí se negó a venir personalmente a pelear in situ. Desesperados telegramas dirigidos a él no cosecharon más resultado que un mensaje aconsejándome que me procurara un rinoceronte para ponerlo en su lugar. No pude abandonar los ensayo ni un momento, porque las relaciones con el director de orquesta se habían deteriorado de tal modo que tan sólo me hablaba por mediación de un ayudante. Gradualmente todos los departamentos fueros recortando sucesivamente las audacias de Dalí, hasta que los ofensivos trajes se volvieron normales y se domesticaron sus fantásticas arquitecturas. La noche del estreno me sacaron del escenario entre abucheos por un escándalo que ni siquiera fue tal, y al día siguiente estaba de patitas en la calle.”
Peter Brook, Hilos de tiempo, Madrid: Siruela, 2003, pp. 77-80.

*Otra de Peter Brook.

*Hilos de tiempo fue comprado en la librería Coyoacán en la Ciudad de México.

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2 comentarios:

  1. otra mirada diferente de la ópera http://www.newmusicbox.org/articles/philadelphias-changing-opera-landscape/

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  2. Me ha encantado este extracto de la obra de Brook y, en mi experiencia, no puedo estar más de acuerdo con él.
    Gracias.

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